Un
Dios de y en la historia
Por. Glen Aráuz, OSA
Cuando en nuestro
tiempo todo pareciera tener su respuesta, nos damos cuenta que no es así;
sopesamos con muchas otras cosas y situaciones que no la tienen. Esas cosas tan
comunes y tan propias de la vida, del “vaivén”
de cada día, dolor, el estar expuestos al fracaso; para otros la
incertidumbre del mañana, o como lo expresaba Rubén Darío en su poema Lo Fatal: “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”, situaciones todas estas, del diario vivir,
ciertamente que son poco fáciles de dar una respuesta. Pero estas “cosas” de la
vida no son de hoy, ha sido y seguirán siendo de “toda la vida”. Si la “actitud
religiosa”, Dios, el cumplimiento de prácticas y preceptos, cobran un sentido,
ese no es para hacer de calmante o de sopor; o de un “distractor” somnífero que
haga olvidarse de ellas. Esto queda más que
constatado en la lectura del profeta Zacarías que se nos propone este
domingo.
La “experiencia” de
Dios que Israel posee después de haber
padecido a carne viva la catástrofe del destierro no es la experiencia de “otra
realidad” y mucho menos de “otro mundo”. Las zarandeadas y reveces históricos
que le ha tocado vivir al Israel toman sentido desde una esperanza y desde una
“certeza” que no arraigan en evasiones existenciales. Todo lo contrario. La lectura que hace de su
historia, tal como se ve reflejado en el texto de Zacarías, -con sus
complejidades y tormentos- capta de una vez por todas que en verdad Dios actúa.
Así como se ha visto cargado de imposibles tempestivos; allí, en esos escollos,
es donde tiene lugar la manifestación y
la promesa de Dios. Si es cierto eso de que, para avivar la esperanza es
preciso antes tocar fondo en la desesperación que nos lo diga la historia del
pueblo de Israel, y como la de él la historia de muchos pueblos, grupos, hombres
y mujeres. Desde ese “lugar”, Israel acrecienta su “teología”. Desde luego no
es una visión pesimista de la historia; es más bien el reflejo de la realidad
con todos sus ajetreos en donde tiene lugar la acción de aquel Dios clemente y
misericordioso. La prueba no es el triunfalismo o colocarse sobre otros; la
prueba de que Dios actúa es que, por muy controvertida que sea la historia, la
esperanza siempre tiene sitio, Dios abre caminos donde no los hay.
Diríamos que lo mismo
nos encontramos reflejado, también, en la perícopa evangélica. Es desde luego
inexplicable sumamente la fortaleza en la fe, la apertura a una nueva acción de
Dios y la disposición a seguir sus designios que necesitaron los primeros
cristianos para anunciar al Jesús terreno y crucificado nada menos que como el
“mesías”. Evidentemente que aquello significó una inversión de todos los
valores, el abandono a todas las ideas religiosas habituales como la que se
cifra en la respuesta de Pedro. Nuevamente nos encontramos en el horizonte de
la fe bíblica; lleno del realismo que no escapa ni es ajeno a la existencia y a
sus avatares.
Ciertamente el
cristianismo no es una “religión de respuestas y soluciones”. Los cristianos no
tenemos amuletos para sortear obstáculos… Lo que nos encontramos en el
evangelio de hoy es el acto de fe de una comunidad, de hombres y mujeres del
común de los mortales, que transidos de una honda “experiencia religiosa”, se
abren nuevas vías que abandonan las sendas trilladas del triunfalismo y del
sensacionalismo. A pesar de lo horroroso y calamitoso que supone el sufrimiento
y la misma muerte, los primeros cristianos comprobaron en Jesús y en su trágico destino que Dios y
actúa de modo diferente a lo que suponen la sabiduría y religiosidad humanas.
Seguro que no fue fácil decir sí a este camino de Dios.
Desde aquí podemos
pensar que estar sujetos a formas
religiosas que no hacen más que construir un telón de fondo, sin que estas
influyan en las decisiones concretas e importantes de la vida, no tiene sentido
alguno. Ante una evidente “esquizofrenia
religiosa” que cunde en los ámbitos de las religiones, el texto de Zacarías y
el evangelio que resuenan en este
domingo son una crítica acelerada. Cuando la fe es vivida de forma lejana de la
existencia, después de todo resulta algo existencialmente vacío, sin sentido,
sin respuestas y sin opciones. Sería muy seductor ponerse a hablar de Jesús de
manera distinta ha como lo hacen los evangelios; decir de Él: es el mayor de
los genios, el mayor de los educadores, el rey de reyes, etc.… Jesús nos
muestra a un Dios “que se moja”; no ajeno al dolor. Un Dios que del dolor de
las víctimas y crucificados sabe sacar victorias.
Como Jesús, hoy también
sus seguidores estamos invitados a profundizar en el plan de Dios en función de
nuestras realidades, y a descubrir en ellas su realización y su esperanza.
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