La dimensión de lo profundo: el espíritu y la
espiritualidad
Por: Leonardo Boff
El ser humano no posee solamente exterioridad,
que es su expresión corporal. Ni solo interioridad, que es su universo psíquico
interior. Está dotado también deprofundidad, que es su dimensión
espiritual.
El espíritu no es una parte del ser humano al lado de otras. Es el ser humano
entero, que por su conciencia se descubre perteneciendo a un Todo y como
porción integrante de él. Por el espíritu tenemos la capacidad de ir más allá
de las meras apariencias, de lo que vemos, escuchamos, pensamos y amamos.
Podemos aprehender el otro lado de las cosas, su profundidad. Las cosas no son
solo ‘cosas’. El espíritu capta en ellas símbolos y metáforas de otra realidad,
presente en ellas pero no circunscrita a ellas, pues las desborda por todos los
lados. Ellas recuerdan, apuntan y remiten a otra dimensión, que llamamos
profundidad.
Así, una montaña no es solamente una montaña. Por el hecho de ser montaña
trasmite el sentido de majestad. El mar evoca la grandiosidad, el cielo
estrellado, la inmensidad, los surcos profundos del rostro de un anciano, la
dura lucha por la vida y los ojos brillantes de un niño, el misterio de la
vida.
Es propio del ser humano, portador de espíritu, percibir valores y significados
y no solo enumerar hechos y acciones. En efecto, lo que realmente cuenta para
las personas no son tanto las cosas que les pasan sino lo que ellas significan
para su vida y qué tipo de experiencias que marcan, les proporcionaron.
Todo lo que sucede porta existencialmente un carácter simbólico, o podemos
decir hasta sacramental. Ya observaba finamente Goethe: «Todo lo que es
pasajero no es sino una señal» (Alles Vergängliche ist nur ein Zeichen).
Es propio de la señal-sacramento hacer presente un sentido mayor, trascendente,
realizarlo en la persona y hacerlo objeto de experiencia. En este sentido, todo
evento nos recuerda aquello que vivenciamos y nutre nuestra profundidad.
Por eso llenamos nuestros hogares con fotos y objetos amados de nuestros
padres, abuelos, familiares y amigos; de todos aquellos que entran en nuestras
vidas y que tienen significado para nosotros. Puede ser la última camisa usada
por el padre, que murió de un infarto fulminante con solo 54 años, el peine de
madera de la abuela querida que murió hace años, la hoja seca dentro de un
libro enviada por el enamorado lleno de saudades. Estas cosas no son sólo
objetos; son sacramentos que hablan a nuestra profundidad, nos recuerdan a
personas amadas o acontecimientos significativos para nuestras vidas.
El espíritu nos permite hacer una experiencia de no dualidad, muy bien descrita
por el zen budismo. «Tú eres el mundo, eres el todo» dicen los Upanishad de la
India mientras el gurú señala hacia el universo. O « tú eres todo», como dicen
muchos yoguis. «El Reino de Dios (Malkuta d’Alaha o ‘los
Principios Guías de Todo’) está dentro de vosotros», proclamó Jesús. Estas
afirmaciones nos remiten a una experiencia viva más que a una simple doctrina.
La experiencia de base es que estamos ligados y religados (la raíz de la
palabra ‘religión’) unos a otros y todos a la Fuente Originaria. Un hilo de energía,
de vida y de sentido pasa por todos los seres volviéndolos un cosmos en vez de
un caos, sinfonía en vez de cacofonía. Blas Pascal, que además de genial
matemático era también místico, dijo incisivamente: «El corazón es el que
siente a Dios, no la razón» (Pensées, frag. 277). Este tipo de
experiencia transfigura todo. Todo queda impregnado de veneración y unción.
Las religiones viven de esta experiencia espiritual. Son posteriores a ella. La
articulan en doctrinas, ritos, celebraciones y caminos éticos y espirituales.
Su función primordial es crear y ofrecer las condiciones necesarias para
permitir a todas las personas y comunidades sumergirse en la realidad divina y
alcanzar una experiencia personal del Espíritu Creador. Lamentablemente muchas
de ellas han enfermado de fundamentalismo y doctrinalismo que dificultan la
experiencia espiritual.
Esta experiencia, precisamente por ser experiencia y no doctrina, irradia
serenidad y profunda paz, acompañada de ausencia de miedo. Nos sentimos amados,
abrazados y acogidos en el Seno Divino. Lo que nos sucede, nos sucede en su
amor. La misma muerte no nos da miedo, la asumimos como parte de la vida y como
el gran momento alquímico de transformación que nos permite estar
verdaderamente en el Todo, en el corazón de Dios. Necesitamos pasar por la
muerte para vivir más y mejor.
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