miércoles, 10 de abril de 2013




Uno de los principales rasgos de occidente en cuanto a “forma de vida” se refiere, es el individualismo. Un rasgo que ha calado incluso a nivel teológico y de vivencia de la vida cristiana. Se ha llegado a poner tanto énfasis en lo individual, que se ha acabado “desnaturalizando”, si se puede decir, la vida cristiana de su más genuino significado. Por eso no es extraño que lo religioso, o más concretamente, el cristianismo, se asuma como una cuestión aparte o algo “en frente” de la vida cotidiana. Ya este es un primer indicio para que en adelante, ser cristiano, ser católico, se muestre con sentido de instrumentalidad, y todo el cristianismo se asuma como una “institución moral”, donde el individuo encuentra las normas y reglas para vivir y ser feliz; mientras tanto, las prácticas religiosas, -dígase la liturgia, el mundo sacramental, etc.- se empiezan a entender como un “sistema de puntaje”: cuanta más práctica más puntos. El problema ciertamente no es la práctica frecuente; el problema es que veces, o la mayor parte de las veces, degenera en ensimismamiento, se soslaya la dimensión comunitaria, y entonces, tenemos como resultado una “espiritualidad cristiana privada”.
Me parece muy acertada la reflexión que J. Ratzinger llevó a cabo en una reflexión;  hablando sobre el problema de la reunificación entre oriente y occidente, decía: “para que lo que es posible a nivel teológico lo sea también a nivel eclesial y en el terreno de la realidad, es preciso preparar espiritualmente y aceptar espiritualmente…” Al margen del tema en el que surge la reflexión, hay un aspecto que debe socorrerse: la vida espiritual. El alcance sin duda es enorme. La frase puede tener otra traducción. Lo que aparece visiblemente en el desempeño cotidiano no es otra cosa que el resultado de lo invisible de la vivencia interior. En otras palabras, lo que mostramos cotidianamente es la traducción de lo que vivimos interiormente. El cómo se muestra visiblemente, es el cómo se vive y se entiende invisiblemente. En resumidas cuentas, son dos caras de una única moneda: lo que hacemos y decimos exteriormente, es lo que somos y vivimos interiormente… Lo que hablamos de Dios es el resultado de cómo hablamos con Dios.
No se puede mostrar la vida normal de cada día y la vida cristiana (espiritual) como dos realidades paralelas, distantes entre sí. No se puede hablar de dos historias: una historia profana y una historia de salvación. Es que ya la historia misma, la historia de cada uno, es ya historia de salvación. No existe otro lugar, ni otra historia en la que Dios aparece, se muestra  y se relaciona, que la historia de los hombres y mujeres. El misterio de la encarnación habla por sí mismo; Dios no entra al mundo de los seres humanos por un momento para luego salir. La encarnación significa, “que Jesús viene desde Dios, desde el mismo fondo de la vida humana. Surgir de Israel y venir de Dios no se oponen sino que se complementan” (X. Pikaza, Los orígenes de Jesús, 1976, 20).
En efecto, vida cotidiana y vida cristiana no se oponen. Para el creyente en Cristo, para el que se ha unido a él en el bautismo, la vida nueva en Cristo se une “hipostáticamente” a su vida normal de todos los días. Y ha de tener en cuenta la gran consecuencia: unirse a Cristo significa permanecer unidos a todos los hombres y mujeres, es reconocerse en Jesús como hijo de un solo Padre, y hermano de muchos hermanos.

2 comentarios:

  1. La vida espiritual de las personas no se encierra en una religión concreta.

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  2. Reconocerse en Cristo es permanecer en ese Cristo Cósmico que abarca norte y sur, este y oeste y todo lo que engloba; hasta lo que creemos que no existe porque no lo vemos o no nos gusta y lo ignoramos.

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