Uno de los principales rasgos de
occidente en cuanto a “forma de vida” se refiere, es el individualismo. Un rasgo que ha calado incluso a nivel teológico y
de vivencia de la vida cristiana. Se ha llegado a poner tanto énfasis en lo
individual, que se ha acabado “desnaturalizando”, si se puede decir, la vida
cristiana de su más genuino significado. Por eso no es extraño que lo religioso, o más concretamente, el
cristianismo, se asuma como una cuestión aparte o algo “en frente” de la vida cotidiana. Ya este es un primer indicio para
que en adelante, ser cristiano, ser católico, se muestre con sentido de instrumentalidad,
y todo el cristianismo se asuma como una “institución
moral”, donde el individuo encuentra las normas y reglas para vivir y ser
feliz; mientras tanto, las prácticas religiosas, -dígase la liturgia, el mundo
sacramental, etc.- se empiezan a entender como un “sistema de puntaje”: cuanta
más práctica más puntos. El problema ciertamente no es la práctica frecuente;
el problema es que veces, o la mayor parte de las veces, degenera en
ensimismamiento, se soslaya la dimensión comunitaria, y entonces, tenemos como
resultado una “espiritualidad cristiana privada”.
Me parece muy acertada la
reflexión que J. Ratzinger llevó a cabo en una reflexión; hablando sobre el problema de la reunificación
entre oriente y occidente, decía: “para
que lo que es posible a nivel teológico lo sea también a nivel eclesial y en el
terreno de la realidad, es preciso preparar espiritualmente y aceptar
espiritualmente…” Al margen del tema en el que surge la reflexión, hay un
aspecto que debe socorrerse: la vida espiritual. El alcance sin duda es enorme.
La frase puede tener otra traducción. Lo que aparece visiblemente en el
desempeño cotidiano no es otra cosa que el resultado de lo invisible de la
vivencia interior. En otras palabras, lo que mostramos cotidianamente es la
traducción de lo que vivimos interiormente. El cómo se muestra visiblemente, es
el cómo se vive y se entiende invisiblemente. En resumidas cuentas, son dos
caras de una única moneda: lo que hacemos y decimos exteriormente, es lo que
somos y vivimos interiormente… Lo que hablamos de Dios es el resultado de cómo
hablamos con Dios.
No se puede mostrar la vida
normal de cada día y la vida cristiana (espiritual) como dos realidades paralelas,
distantes entre sí. No se puede hablar de dos historias: una historia profana y
una historia de salvación. Es que ya la historia misma, la historia de cada
uno, es ya historia de salvación. No existe otro lugar, ni otra historia en la
que Dios aparece, se muestra y se
relaciona, que la historia de los hombres y mujeres. El misterio de la
encarnación habla por sí mismo; Dios no entra al mundo de los seres humanos por
un momento para luego salir. La encarnación significa, “que Jesús viene desde Dios, desde el mismo fondo de la vida humana.
Surgir de Israel y venir de Dios no se oponen sino que se complementan” (X.
Pikaza, Los orígenes de Jesús, 1976, 20).
En efecto, vida cotidiana y vida
cristiana no se oponen. Para el creyente en Cristo, para el que se ha unido a
él en el bautismo, la vida nueva en Cristo se une “hipostáticamente” a su vida
normal de todos los días. Y ha de tener en cuenta la gran consecuencia: unirse
a Cristo significa permanecer unidos a todos los hombres y mujeres, es
reconocerse en Jesús como hijo de un solo Padre, y hermano de muchos hermanos.
La vida espiritual de las personas no se encierra en una religión concreta.
ResponderEliminarReconocerse en Cristo es permanecer en ese Cristo Cósmico que abarca norte y sur, este y oeste y todo lo que engloba; hasta lo que creemos que no existe porque no lo vemos o no nos gusta y lo ignoramos.
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