La
sorpresa de Dios
Por hacer alusión a los resultados que los
estudios exegéticos han arrojado, y con mayor precisión en los últimos años,
podemos decir que los llamados «relatos
de apariciones» no son una apreciación exacta y perfecta del acontecimiento que
tratan de presentarnos. Es decir, que si queremos desvelar con notas y detalles- aún con la pretensión
seria de aplicar los más rigurosos método- nos encontraremos con una valla: y
es que los mismos relatos se quedan cortos, no por el hecho de que sean
cuestiones de fe las que traten, sino porque ellos mismos son en su sentido más
genuino «expresión elocuente y atrevida» de la experiencia de un grupo
marginal, los seguidores de Jesús, de un
«algo» que es imposible verterlo en palabras. El mismo lenguaje de los textos
de las apariciones nos lo dejan entrever: es un lenguaje simple (y no
críptico), pero no por ello menos significativo y llamativo; un lenguaje un
tanto ingenuo, porque lo en él se describe es realmente la sorpresa de mujeres
y hombres: es la desbordante y «arrolladora experiencia» de que aquel Profeta,
que aparentemente había acabado en el fracaso al pender del madero, no está
muerto, sino que ha sido reivindicado por Dios. Ante el no de
muchos de sus coetáneos, Dios salió a su paso, y su resurrección es el sí afirmativo del Padre a la causa
emprendida durante su vida: la causa del reino, de Dios en todos y para todos.
Es concluyente por tanto, que los textos
de las apariciones no son una fotografía de lo que sucedió. No lo fue, no ha
sido, ni lo será. Pero si es esto entonces qué será. ¿Qué es lo que lleva a los
discípulos, que habían abandonado a Jesús en su prendimiento y crucifixión, a
reunirse de nuevo en nombre de Jesús,
presentándolo ahora como el que viva y a quien Dios ha resucitado? En todo lo
caso, después de todo, lo que nos preguntamos los cristianos de este tiempo es
cómo aquellos seguidores llegan a la «idea de la resurrección». Creo que la
respuesta no hay que limitarla exclusivamente a los relatos de las apariciones.
Si se dice que el evangelio, y todas las narraciones que en él se contiene,
está escrito a través del prisma de la «experiencia pascual», entonces la
respuesta habría que buscarla en todo el evangelio. Aquí entramos en la rayada
relación entre los recuerdos del Jesús terreno (o histórico) y del Jesús
pospascual (Cristo de la fe). No se habla de «dos Jesús» sino de la síntesis de
comprensión a la que llegan los discípulos jesuanos al proclamar que Cristo
está vivo. Toda esta experiencia es lente a través de cual se capta y se abordan los recuerdos: cuando caminaban
por aquellas tierras de Galilea, cuando enseñaba, cuando curaba y se acercaba a
los pobres, a las mujeres y a los niños…
Aunque la «experiencia pascual» es el
criterio para interpretar toda la vida de Jesús; aquellas huellas que dejo
aquel profeta a su paso por aquellas tierras, su vivencia intensa y su
predicación convincente del reino: que Dios sea para todos, fue sin lugar a
dudas uno de los focos que hace ostensible a la comprensión de los discípulos
que Jesús seguía con ellos. Aunque los últimos hechos acaecidos en Jerusalén
llegaron a suponer en algún momento determinado un trágico y doloroso fracaso
para aquel- y también para los suyos-; la realidad era otra. La primera
impresión, fundamental, que se encuentra
a la base de esta experiencia, y que la encontramos en los mismos relatos como
el que nos propone la liturgia en este domingo (Hch 5, 27b-32.40b-41), es que
Dios no ha abandonado a Jesús; el Dios del Antiguo Testamento, el Dios de
nuestro Padres, lo ha resucitado, lo ha levantado. Su obra, su vida y toda su
enseñanza no están bajo el signo de la muerte, sino que tienen el refrendo de
un Dios que es vida, que es libertad y esperanza.
Es indudable, la cuestión de la
resurrección es un misterio, pero un misterio no ajeno a la lógica histórica,
sino volcado a ella, pero desbordándola. Basta con pensar el duro «proceso», de
asimilación y comprensión que significó para aquellos hombres y mujeres para
dar con el mayor de los descubrimientos: JESÚS
ESTÁ VIVO. En lenguaje fresco de los relatos se pueden percibir este
continuo proceso; de una situación de alejamiento, de huida, de separación y hasta
de rechazo, a un volverse a congregar y tomar valor de continuar lo iniciado.
Esto sólo lo podía lograr la presencia vivificadora y desbordante de Jesús, el
exaltado por Dios. En este sentido, y no hay porque tener miedo a decirlo,
detrás de la «experiencia pascual» se esconde un arduo, largo, y no muy fácil
itinerario proceso existencial. Los relatos que hoy tenemos a nuestro alcance
son una expresión elocuente de ello; pero lo que constituye su fondo y soporte
es una experiencia vivida en carne propia, en una historia concreta y con un
recuerdo fresco en donde la vida no parecía aflorar por ningún lado, sino todo
lo contrario.
Esto puede explicar esos sentimientos que
según los relatos de las apariciones embargan a los discípulos: miedo, asombro,
incertidumbre, un reconocer y un no atreverse a preguntar, etc. Es realmente la
«sorpresa de Dios» con la que sorpresivamente se encontraba la desnudes de los
discípulas y discípulos de Jesús, que va desde un estado de huida y miedo,
hasta la convicción firme y reconciliadora: ES EL SEÑOR.
Glen Aráuz.
¡Bravo!
ResponderEliminarDesde la Resurrección, sólo cabe hacer nuestro propio proceso existencial, conjugar al Jesús histórico y al Jesús de la fe para tener una experiencia pascual.
Dios siempre sorprende en la propia vida, y de nosotros depende estar dormidos y pasar como que las cosas no van con nosotros, o acoger lo que viene e ir haciendo el paso de danza en ese proceso que es la vida.