domingo, 31 de marzo de 2013








Les mostró las manos y los pies
Según los relatos evangélicos, Jesús Resucitado se presenta a sus discípulos con las llagas del Jesús Crucificado. No es éste un detalle banal, de interés secundario. Se trata de una observación de importante contenido teológico.
Las primeras tradiciones cristianas insisten, sin excepción, en un dato que, por lo general, no solemos valorar hoy en su justa medida: Dios no ha resucitado a cualquiera; ha resucitado a un crucificado.
Dicho de manera más concreta, ha resucitado a alguien que ha anunciado a un Padre que ama a los pobres y perdona a los pecadores; alguien que se ha solidarizado con todas las víctimas; alguien que, al encontrarse él mismo con la persecución y el rechazo, ha mantenido hasta el final su confianza radical en Dios.
La resurrección de Cristo es, pues, la resurrección de una víctima. Al resucitar a Jesús, Dios no solo libera a un muerto de la destrucción de la muerte. «Hace justicia», además, a una víctima de los hombres. Y esto arroja nueva luz sobre «el ser de Dios».
En la resurrección no solo se nos manifiesta la omnipotencia absoluta de Dios sobre el poder de la muerte. Se nos revela también el triunfo de su justicia sobre las injusticias que cometemos todos nosotros. Por fin y de manera plena, triunfa la justicia sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo.
Esta es la gran noticia. Dios se nos revela en Jesucristo como «el Dios de las víctimas». La resurrección de Cristo es la «reacción» de Dios a lo que los hombres han hecho con su Hijo.
Así lo subraya la primera predicación de los discípulos: «Vosotros lo matasteis elevándolo a una cruz... pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos.» Donde nosotros, los humanos ponemos muerte y destrucción, Dios pone vida y liberación.
En la cruz Dios todavía guarda silencio y se calla. Ese silencio no es manifestación de su impotencia para salvar a Jesús Crucificado. Es expresión de su cercanía absoluta al que sufre.
Dios está ahí compartiendo hasta el final el destino de las víctimas. Los que sufren han de saber que no están sumidos en la soledad radical. Dios mismo está en su sufrimiento.
En la resurrección, por el contrario, Dios habla y actúa para desplegar toda su fuerza creadora en favor del Crucificado. 
La última palabra la tiene Dios. Y es una palabra de amor resucitador hacia las víctimas.
Los que sufren han de saber que su sufrimiento terminará en resurrección.
La historia sigue. Son muchas las víctimas que siguen sufriendo hoy, maltratadas por la vida o crucificadas por los hombres.
El cristiano sabe que Dios está en ese sufrimiento. Conoce también su última palabra. Por eso, su compromiso es claro: defender a las víctimas, luchar contra todo lo que mata y deshumaniza; esperar la victoria final de la justicia de Dios.

 









sábado, 30 de marzo de 2013

 

LA CRUZ NO NOS SALVA

Por José Arregi


Hno Cortés
El título puede sonar escandaloso a oídos de muchos cristianos, más en estos días en que alzamos la cruz para cantar al Hermano Herido. Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido, y son demasiados los que aún lo sostienen, pero hoy es insostenible. No es la cruz la que salva, sino aquello de lo que nos hemos de salvar. En realidad, el equívoco es muy anterior al cristianismo. En infinidad de excavaciones arqueológicas de África, Asia, América y Europa se encuentran restos de cruces de hace ocho mil años. De México a Perú y de China a Babilonia, la cruz fue utilizada como símbolo de vida.
Muchos representaron al dios sol en forma de cruz: así hicieron los egipcios con Osiris (que es, además, el dios de la muerte y de la resurrección), y los acadios, asirios y babilonios con Shamash. Desde Europa hasta la India, todos los pueblos arios utilizaron también la cruz gamada como símbolo del sol más o menos divinizado. Odín cuelga de un árbol. El árbol tiene forma de cruz. El árbol vive del sol. La cruz es el árbol, es el sol, es la Vida en las cuatro direcciones del cosmos.
Si la pobre humanidad, desde la noche de los tiempos en que aprendió a guardar el fuego –fuego del sol o del rayo– e incluso a encenderlo cruzando y frotando dos palos de árbol, si la pobre humanidad hubiera guardado el Fuego y cuidado la Vida, también nosotros podríamos seguir venerando la cruz como el signo más sagrado, el signo de la Vida. Pero la pobre humanidad, para su gran desgracia, hizo de la cruz un instrumento de muerte.
Cuando esta especie humana que llamamos dos veces Sapiens dominó la tierra, construyó ciudades, ordenó el poder y organizó religiones, entonces taló un árbol e inventó la cruz para matar al enemigo condenado como culpable. Babilonios, persas y egipcios, griegos, cartagineses y romanos convirtieron el signo de la vida en el más cruel instrumento de tortura y de muerte para esclavos, sediciosos y prisioneros enemigos. Y llamaron Dios al Poder, e hicieron de Él el Gran Legislador, el Supremo Garante del orden del más poderoso, siempre injusto. Y dijeron: “Dios castiga al culpable”, pero era simplemente para poder ellos castigar con la conciencia tranquila. Nadie explicó nunca por qué Dios exige expiación, ni quién gana qué con que el culpable expíe. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios! Más bien, ¡pobres nosotros!, pues ese Dios no existe, mientras que nosotros sí existimos y seguimos crucificándonos. ¡Maldita cruz!
Miles de años más tarde, un viernes de abril, crucificaron a Jesús, uno más de tantos. Jesús fue crucificado contra la voluntad de Dios, que solo puede querer que vivamos y hace salir el sol sobre buenos y malos.
Pero los cristianos entendieron muy pronto la cruz de Jesús de acuerdo a las viejas categorías de la religión del templo: la culpa y el castigo, el sacrificio y el perdón. Eso sí, los cristianos, con Pablo al frente, dieron la vuelta al argumento y dijeron: “Dios exigía que alguien expiara todos los pecados, pero ha sido el Justo quien ha expiado en lugar de los pecadores. Era necesario que alguien cargara con las culpas, pero ha sido el Crucificado quien ha cargado con todas nuestras culpas”. Los cristianos olvidaron la historia del Sanedrín y de Pilato, y comprendieron la cruz, en clave cultual, como un sacrificio de expiación. Dieron la vuelta al argumento, pero mantuvieron el viejo marco de la culpa, la pena y la expiación.
Y llegaron a decir que, en realidad, fue Dios el que crucificó a Jesús. ¿Quién puede creer hoy en un Dios que exige expiar culpas, a veces al propio culpable, a veces al inocente en lugar del culpable? Ese dios sería un monstruo terrible, y la verdadera piedad empezaría por combatirlo. Pero tales monstruos hemos creado, y les hemos consagrado templos, doctrinas y sistemas penitenciales, un siniestro edificio que descansa sobre un dogma erigido en una especie de principio metafísico de carácter absoluto: “Toda culpa debe ser expiada”. Una religión de la expiación universal, en la que lo más importante ni siquiera es que aquel que ha hecho daño a alguien lo repare y trate de curarle, sino que pague, que sufra, que se pudra en la cárcel, que se muera (se oyen gritos de multitudes). Terrible religión, y terrible sociedad, la que así grita.
No es esa la religión de Jesús. El principio absoluto de Jesús es otro, absolutamente distinto: “Toda herida debe ser curada”. A Jesús no le importó el pecado (¿qué es el pecado?), sino el sufrimiento: la gente que sufría y la gente que hacía sufrir. No le importó la culpa (¿qué es la culpa?), sino el daño: la gente herida, y la gente que hería, y todo el que hiere es porque está herido, y lo que necesita es sanación, no castigo. En última instancia, ni siquiera le importó quién tenía la culpa, sino que alguien, cada uno en su lugar y a su manera, se hiciera responsable y dijera: “Yo respondo. No quiero herir, quiero curar. Y también al que hiere quiero curarlo, porque también él está herido. Yo quiero hacer algo para que no haya daño. Y sé que eso es arriesgado, porque el poder es ciego y cruel, y está en todas partes aunque no es nadie. Pero yo lo haré”.
Eso hizo Jesús. Corrió el riesgo, y le crucificaron. Pero sus discípulas y discípulos no dejaron de amarle. Dijeron que estaba vivo. Tan ciertos estaban de que lo que Jesús había dicho y hecho era divino, la vida misma y la bondad misma que es inmortal como Dios. Los cristianos le veneraron primero en figura de cordero, de buen pastor, de pez y de ancla. Y al cabo de trescientos años, empezaron a venerarle en figura de cruz. Y la cruz –el maldito instrumento de tortura y de muerte, impuesto por los poderosos a los sediciosos y profetas– volvió a convertirse en signo de la Vida, en árbol de vida, cargado de frutas y medicinas saludables.
El dolor no es lo que salva, sino aquello de lo que hemos de ser salvados. Y la salvación no consiste en ser absueltos de una culpa ni en expiarla, sino en ser curados de todas las heridas. Eso es lo que quiso hacer Jesús. Pero en su vida y en su cruz, no es la cruz la que nos salva, sino la libertad arriesgada, la bondad solidaria, la proximidad sanadora. La suya y la de todos los hombres y mujeres buenas. Benditos sean todos los crucificados, y malditas sean todas las cruces, también la de Jesús.
Es el Hermano Herido el que nos salva. Todas las hermanas y hermanos heridos por ser buenos nos salvan, a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero ciertamente, no por la cruz.
José Arregi es Teólogo Franciscano.

viernes, 29 de marzo de 2013


“… Y yo no me resistí, no me hice atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba... No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias” (Is 50, 5-6; 53, 2-3)


Todo lo poco que soy yo te lo ofrezco. Todo el vacío que soy yo te lo
ofrezco. La frase de amor que no dijo mi lengua y los besos que yo
dejé se me murieran. La palabra que negué al que sufría, la mano que
no tendí al que lloraba. Lo que yo pude salvar y se ha perdido lo
pongo en TUS MANOS inmensas pidiendo PERDÓN.


Porque...
"Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito,
repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no arriesga el
vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce.
Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro
sobre el blanco y los puntos sobre las "ies".
Muere lentamente quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir
tras un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida
huir de los consejos sensatos.
Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye musica,
quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente quien abandona un proyecto antes de iniciarlo, quien
no pregunta sobre un tema que desconoce o no responde cuando le
indagan sobre algo que sabe.

Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar
vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar".

                                                                                          
Pablo Neruda

jueves, 28 de marzo de 2013


Comensalidad: paso de lo animal a lo humano

 

 
  La especificidad del ser humano surgió de una forma misteriosa y es de difícil reconstrucción histórica. Pero hay indicios de que hace siete millones de años a partir de un antepasado común habría comenzado la separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos. 
Etnobiólogos y arqueólogos nos señalan un hecho singular. Cuando nuestros antepasados antropoides salían a cosechar frutos, semillas, cazas y pesca, no comían individualmente. Recogían los alimentos y los llevaban al grupo. Y ahí practicaban la comensalidad, esto es: distribuían los alimentos entre ellos y los comían comunitariamente. Esta comensalidad permitió el salto de la animalidad hacia la humanidad. Esa pequeña diferencia hace toda una diferencia.  
Lo que ayer nos hizo humanos, todavía hoy sigue haciéndonos de nuevo humanos. Y si no está presente, nos deshumanizamos, crueles y sin piedad. ¿No es esta, lamentablemente, la situación de la humanidad actual?
Un elemento productor de humanidad, estrechamente ligado a la comensalidad, es la culinaria, la cocina, es decir, la preparación de los alimentos. Bien escribió Claude Lévi-Strauss, eminente antropólogo que trabajó muchos años en Brasil: «el dominio de la cocina constituye una forma de actividad humana verdaderamente universal. Así como no existe sociedad sin lenguaje, así tampoco hay ninguna sociedad que no cocine algunos de sus alimentos».
Hace 500 mil años el ser humano aprendió a hacer fuego y a domesticarlo. Con el fuego empezó a  cocinar los alimentos. El «fuego culinario» es lo que diferencia al ser humano de otros mamíferos complejos. El paso de lo crudo a lo cocido se considera uno de los pasos del animal al ser humano civilizado. Con el fuego surgió la cocina propia de cada pueblo, de cada cultura y de cada región. 
No se trata nunca de cocinar solamente los alimentos sino de darles sabor. Las distintas cocinas crean hábitos culturales, entre nosotros frecuentemente vinculados a ciertas fiestas como Navidad (pavo asado), Pascua (huevos de chocolate), año nuevo (carne de cerdo) san Juan (maíz asado) y otras.
Nutrirse nunca es un acto biológico individual mecánico. Consumir comensalmente es comulgar con los que comen con nosotros, comulgar con las energías cósmicas que subyacen a los alimentos, especialmente la fertilidad de la tierra, el sol, los bosques, las aguas y los vientos.
Debido a este carácter numinoso del comer/consumir/comulgar, toda comensalidad es en cierta forma sacramental. Adornamos los alimentos, porque no comemos sólo con la boca sino también con los ojos. El momento de comer es uno de los más esperados del día y de la noche. Tenemos la conciencia instintiva y refleja de que sin el comer no hay vida ni supervivencia, ni alegría de existir y de coexistir.
Durante millones de años los seres humanos fueron tributarios de la naturaleza, sacaban de ella lo que necesitaban para sobrevivir. De la apropiación de los frutos de la naturaleza evolucionaron hacia su producción mediante la creación de la agricultura que supone la domesticación y el cultivo de semillas y plantas.
Hace unos 10 a 12 mil años ocurrió tal vez la mayor revolución de la historia humana: de nómadas, los seres humanos se hicieron sedentarios. Fundaron los primeros pueblos (12.000 a.C.), inventaron la agricultura (9.000 a.C.) y empezaron a domesticar y a criar animales (8.500 a.C.). Se creó un proceso civilizatorio extremadamente complejo con revoluciones sucesivas: la industrial, la nuclear, la cibernética, la de la nanotecnología, la de la información hasta llegar a nuestro tiempo.  
Primero, fueron cultivados vegetales y cereales salvajes, probablemente por obra las mujeres, más observadoras de los ritmos de la naturaleza. Todo parece haberse iniciado en Oriente Medio entre los ríos Tigris y Éufrates y en el valle del Indo de la India. Ahí se cultivó el trigo, la cebada, la lenteja, las habas y el guisante. En América Latina fue el maíz, el aguacate, el tomate, la yuca y los fríjoles. En Oriente fue el arroz y el mijo. En África, el maíz y el sorgo.
Después, hacia 8.500 a.C. se domesticaron especies animales, comenzando por cabras, carneros, y luego el buey y el cerdo. Entre las galináceas la primera fue la gallina. Todo fue por la invención de la rueda, la azada, el arado y otros utensilios de metal hacia el año 4.000 a.C.
Estos pocos datos son hoy día avalados científicamente por arqueólogos y etnobiólogos usando las más modernas tecnologías del carbono radioactivo, el microscopio electrónico y el análisis químico de sedimentos, de cenizas, de pólenes, de huesos y carbones de maderas. Los resultados permiten reconstruir cómo era la ecología local y cómo se efectuaba su utilización económica por parte de las poblaciones humanas.
Al plantar y recoger el trigo o el arroz se podían crear reservas, organizar la alimentación de los grupos, hacer crecer la familia y así la población. El ser humano tuvo que ganar la vida con el sudor de su frente. Y lo hizo con furor. El avance de la agricultura y de cría de animales hizo desaparecer lentamente la décima parte de toda la vegetación salvaje y de todos los animales. Todavía no había preocupación por la gestión responsable del medio ambiente. También sería difícil imaginarla, dada la riqueza de los recursos naturales y la capacidad de regeneración de los ecosistemas.
De todas formas, el neolítico puso en marcha un proceso que nos ha llegado hasta el día de hoy.  La seguridad alimentaria y el gran banquete que la revolución agrícola podría haber preparado para toda la humanidad, en el cual todos serían igualmente comensales, todavía no puede ser celebrado todavía. Más de mil millones de seres humanos están a los pies de la mesa, esperando alguna migaja para poder matar el hambre.
La Cúpula Mundial de la Alimentación celebrada en Roma en 1996, que se propuso erradicar el hambre para el 2015, dijo que «la seguridad alimentaria existe cuando todos los seres humanos tienen, en todo momento, acceso físico y económico a una alimentación suficiente, sana y nutritiva, que les permite satisfacer sus necesidades energéticas y sus preferencias alimentarias a fin de llevar una vida san y activa». Ese propósito fue asumido por las Metas del Milenio de la ONU. Lamentablemente la propia FAO en 1998 y ahora la ONU comunicaron que estos propósitos no serán alcanzados a menos que se supere el foso demasiado grande de las desigualdades sociales.
Mientras no demos este salto no completaremos todavía nuestra humanidad. Este es el gran desafío del siglo XXI, el de ser plenamente humanos.

miércoles, 27 de marzo de 2013



Las manos de Dios
Cuando observo el campo sin arar, cuando los aperos de labranza están olvidados, cuando la tierra está quebrada,  me pregunto...
¿Dónde estarán las manos de Dios ?

Cuando observo la injusticia, la corrupción, el que explota al débil; cuando veo al prepotente pedante enriquecerse del ignorante y del pobre, del obrero y del campesino carente de recursos para defender sus derechos, me pregunto...
¿Dónde estarán las manos de Dios ?

Cuando contemplo a esta anciana olvidada ; cuando su mirada es nostalgia y balbucea todavía algunas palabras de amor por el hijo que la abandonó, me pregunto:
¿Dónde estarán las manos de Dios ?

Cuando veo al moribundo en su agonía llena de dolor; cuando observo a su pareja y a sus hijos deseando no verle sufrir; cuando el sufrimiento es intolerable y su lecho se convierte en un grito de súplica de paz, me pregunto:
¿Dónde estarán las manos de Dios ?

Cuando miro a ese joven antes fuerte y decidido, ahora embrutecido por la droga y el alcohol, cuando veo titubeante lo que antes era una inteligencia brillante y ahora harapos sin rumbo ni destino, me pregunto... ¿Dónde estarán las manos de Dios ?

Después de un largo silencio, escuché su voz que me reclamó: “No te das cuenta que tú eres mis manos, atrévete a usarlas para lo que fueron hechas, para dar amor y alcanzar estrellas”.

Y comprendí que las manos de Dios somos "TU y YO", los que tenemos la voluntad, el conocimiento y el coraje para luchar por un mundo más humano y justo, aquellos cuyos ideales sean tan altos que no puedan dejar de acudir a la llamada del destino, aquellos que desafiando el dolor, la crítica y la blasfemia se reten a sí mismos para ser las manos de Dios.

El mundo necesita esas manos, llenas de ideales y estrellas, cuya obra magna sea contribuir día a día, a forjar una nueva civilización, que busquen valores superiores, que compartan generosamente lo que Dios nos ha dado y puedan al final llegar vacías, porque entregaron todo el amor, para lo que fueron creadas.

martes, 26 de marzo de 2013



Se necesitan locos…    

¡Dios mío! Envíanos locos,
de aquellos que se comprometen a fondo,
de aquellos que se olvidan de sí mismos,
de aquellos que saben amar con obras y no con palabras,
de aquellos que se entregan verdaderamente hasta el fin.

Nos hacen falta locos, desafinados, apasionados,
personas capaces de dar el salto en el vacío inseguro,
desconocido y cada día más profundo de la pobreza;
aquellos que saben aceptar la masa anónima,
sin deseo de utilizarla como escabel;
aquellos que no utilizan para su servicio al prójimo.

Nos hacen falta locos,¡Dios mío!.
Locos en el presente,
enamorados de una forma de vida sencilla,
liberadores del pobre,
amantes de la paz,
libres de compromisos,
decididos a no hacer nunca traición,
despreciando su propia comodidad, o su vida,
plenamente decididos por la abnegación,
capaces de aceptar toda clase de tareas,
de partir dondequiera que sea por disciplina,
al mismo tiempo libres y obedientes,
espontáneos y tenaces, alegres, dulces y fuertes.

¡Danos locos Señor! 

( Padre Lebret) 

lunes, 25 de marzo de 2013


Atención a la vida
La manera de expresarse de Jesús nos invita a renovar nuestra manera de buscar a Dios: con frecuencia nos despistamos, yéndonos lejos. Sin embargo lo que habla con limpieza de Dios no son las bellas definiciones, sino la de los hombres; la vigilancia y las atenciones de un pastor, el amor de un padre, las preocupaciones y cuidados de un viñador, nos hablan mucho más profundamente sobre Dios que una sarta de ideas bien elaboradas. La idea encierra a Dios en una cuadrícula, y hace de Él un Dios muerto. La vida nos pone en presencia de Alguien a quien hay que descubrir: conquistar su secreto, conocerle cada vez mejor: ésta es la invitación que hemos recibido.
Tradicionalmente se comparaba a Dios con un pastor; Jesús nos hace caer en la cuenta que es un pastor muy original: porque una sola oveja perdida cuenta más para él que las noventa y nueve que se quedaron en el aprisco. De esta forma Cristo nos incita a que discernamos en cada realidad el rostro de Dios que anida en ella; con Él el mundo se hace luminoso: todo, hasta la vida más banal, la más insignificante, es una palabra que Dios nos dirige y quien sabe explorar el corazón del hombre, quien sabe profundizar en la vida y en el mundo, termina penetrando en el secreto de Dios.
La alegría
Un aspecto, frecuentemente olvidado cuando se aborda la predicación de Jesús es la alegría: Jesús habla de un clima de fiesta, de bodas, de banquetes: no es el momento de ayunar, ni de poner caras tristes. ¿Por qué? Porque Dios y su potencia renovadora habitan en el pueblo. El universo nuevo de Dios, el que los hombres intentan construir ya no es una lejana esperanza; está ahí al alcance de la mano. En adelante ya nadie podrá robar esta alegría, porque Jesús ha ido hasta la cruz y en Él la vida ha conseguido su triunfo definitivo: el amor de Dios se manifestó en Jesús, y aunque rechazado por su generación, ya no da marcha atrás.
Paradójicamente, aunque Jesús habla de Dios sitúa al ser humano en un puesto central: sólo hay un ser sagrado en el mundo, el hombre. A Dios le afecta, le toca, todo lo sucede al ser humano: «Es a mí a quien se lo habéis hecho» (Cf. Mt 25, 40). Jesús se enfrenta con los detentadores de la ley, de la religión, de la tradición y de la nación, porque lo que le preocupa es el ser humano. Donde Jesús ve un paralítico que sufre, una mujer que es menospreciada…, esos sólo ven la ley del sábado que hay que respetar o la Ley de de Moisés que hay que cumplir: pero Jesús afirma que la única ley que hay que cumplir es el servicio a los hombres, porque es el único camino que lleva a Dios a través de su imagen que es el hombre. En el mismo Jesús, Dios se da a conocer solamente a través del carpintero de Nazaret. «Nadie ha visto jamás a Dios, sólo el Hijo único nos le ha dado a conocer» (Cf. Jn 1, 18).

El perdón
Hay una palabra que con mucha frecuencia está en labios de Jesús y que corre el peligro de ser mal interpretada: se trata del perdón. Tiene actualmente una resonancia demasiado estrecha e individual. Pero si se la comprende correctamente, contiene en sí la iniciativa más creadora y revolucionaria. Perdonar es romper el encadenamiento de causas: un mal llama a una venganza; esta venganza desencadenará  a su vez una reacción, y asi sucesivamente. El perdón introduce la novedad en ese encadenamiento… Perdonar es engendrar relaciones nuevas libremente elegidas.
Jesús se presentó como el perdón de Dios para los hombres: una amistas ofrecida de manera inesperada, una amistad que fue rechazada y condenada a la cruz, una amistad de nuevo y para siempre propuesta en la resurrección de Cristo. si Cristo no hubiera resucitado el perdón sería un proceso absurdo, un proceso de muerte, pero así es fuente de renovación.
El perdón es un proceso revolucionario porque rompe el círculo infernal del mal. Inventa él sólo un mundo en el que nadie está definitivamente clasificado, perdido, ni encerrado en su odio, su pecado o su desesperación… El perdón inyecta en nuestras luchas la única energía que puede construir un mundo verdaderamente nuevo: el amor y no el odio.
(Alan Patin, La Aventura de Jesús de Nazaret)

domingo, 24 de marzo de 2013

Domingo de Ramos

Ecos de  la Pasión, Lc 23,1-49

"¡Hosanna, Hosanna!"
...
"¿Eres tú el rey de los judíos?"
"No encuentro culpa en este hombre"
"¡Crucifícalo, crucifícalo!"
...
"Este es el rey de los judíos"
"El sol se oscureció, el templo se rasgó por medio,
 y Jesús, expiró"


¿Qué pasó desde la aclamación con ramos, en Jerusalén, al mesías esperado por el pueblo, hasta su muerte como un malhechor en cruz? ¿un complot?
 
Todo parece que fue muy rápido, la gente quería celebrar la cena de Pascua tranquilamente y había un asunto que resolver...el de Jesús, el galileo, que traía de cabeza a las autoridades religiosas. Como no tenían competencía en el asunto, lo llevaron ante el gobernador romano.
La ejecución estaba preparada para Barrabás y otros dos malhechores, pero al final, Jesús sustituye a Barrabás y éste queda libre.
A Jesús se lo quitaron de encima porque molestaba con lo que decía y hacía. Era sospechoso de ir contra el Templo, donde se mercadeaba. De ir contra la ley judía porque ponía a la persona por encima del sábado, celebraba y comía con gente marginal y denunciaba su pobreza a los ricos. Sospechoso de andar con mujeres y tratarlas dignamente, sospechoso de hacer curaciones, de liberar...¿insoportable para algunos?
A Jesús lo asesinaron por ser consecuente con su forma de vivir, escándalosa para quienes tenían el poder político, religioso y social de la época. Fue cruficado, la peor tortura de aquel tiempo. Fue seguramente consciente de hacia dónde se dirigían sus pasos, de lo que suponía su fidelidad a Dios. Lo vivió como amor y servicio.
La Pascua es el "paso" que celebramos los cristianos de "muerte a vida". Una vida que está basada en amor, entrega, un estilo de vida consecuente a la que vivió Jesús de Nazaret, el Cristo, el Señor.
La experiencia mesiánica ha ido pasando de generación en generación. ¡Algo fuerte pasó que caló en aquellas primeras gentes que le conocieron y vivieron con El! ¡Grande que se siga reviviendo y experimentando hoy!
A pesar del mal existente en la historia, en nosotros, existe también mucho bien; y sólo por esto, merece la pena, transmitirlo.  El mal no tiene la última palabra y esto, depende en gran parte, de la experiencia o "paso" de muerte a vida que hagamos.El resto está en sus manos.