Comensalidad:
paso de lo animal a lo humano
La especificidad del ser humano surgió de una forma
misteriosa y es de difícil reconstrucción histórica. Pero hay indicios de que
hace siete millones de años a partir de un antepasado común habría comenzado la
separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos.
Etnobiólogos y arqueólogos nos señalan un hecho singular. Cuando
nuestros antepasados antropoides salían a cosechar frutos, semillas, cazas y
pesca, no comían individualmente. Recogían los alimentos y los llevaban al
grupo. Y ahí practicaban la comensalidad, esto es: distribuían los alimentos
entre ellos y los comían comunitariamente. Esta comensalidad permitió el salto
de la animalidad hacia la humanidad. Esa pequeña diferencia hace toda una
diferencia.
Lo que ayer nos hizo humanos, todavía hoy sigue haciéndonos de
nuevo humanos. Y si no está presente, nos deshumanizamos, crueles y sin piedad.
¿No es esta, lamentablemente, la situación de la humanidad actual?
Un elemento productor de humanidad, estrechamente ligado a la
comensalidad, es la culinaria, la cocina, es decir, la preparación de los
alimentos. Bien escribió Claude Lévi-Strauss, eminente antropólogo que trabajó
muchos años en Brasil: «el dominio de la cocina constituye una forma de
actividad humana verdaderamente universal. Así como no existe sociedad sin
lenguaje, así tampoco hay ninguna sociedad que no cocine algunos de sus
alimentos».
Hace 500 mil años el ser humano aprendió a hacer fuego y a
domesticarlo. Con el fuego empezó a cocinar los alimentos. El «fuego
culinario» es lo que diferencia al ser humano de otros mamíferos complejos. El
paso de lo crudo a lo cocido se considera uno de los pasos del animal al ser
humano civilizado. Con el fuego surgió la cocina propia de cada pueblo, de cada
cultura y de cada región.
No se trata nunca de cocinar solamente los alimentos sino de
darles sabor. Las distintas cocinas crean hábitos culturales, entre nosotros
frecuentemente vinculados a ciertas fiestas como Navidad (pavo asado), Pascua
(huevos de chocolate), año nuevo (carne de cerdo) san Juan (maíz asado) y
otras.
Nutrirse nunca es un acto biológico individual mecánico.
Consumir comensalmente es comulgar con los que comen con nosotros, comulgar con
las energías cósmicas que subyacen a los alimentos, especialmente la fertilidad
de la tierra, el sol, los bosques, las aguas y los vientos.
Debido a este carácter numinoso del comer/consumir/comulgar,
toda comensalidad es en cierta forma sacramental. Adornamos los alimentos,
porque no comemos sólo con la boca sino también con los ojos. El momento de
comer es uno de los más esperados del día y de la noche. Tenemos la conciencia
instintiva y refleja de que sin el comer no hay vida ni supervivencia, ni
alegría de existir y de coexistir.
Durante millones de años los seres humanos fueron tributarios de
la naturaleza, sacaban de ella lo que necesitaban para sobrevivir. De la
apropiación de los frutos de la naturaleza evolucionaron hacia su producción
mediante la creación de la agricultura que supone la domesticación y el cultivo
de semillas y plantas.
Hace unos 10 a 12 mil años ocurrió tal vez la mayor revolución
de la historia humana: de nómadas, los seres humanos se hicieron sedentarios.
Fundaron los primeros pueblos (12.000 a.C.), inventaron la agricultura (9.000
a.C.) y empezaron a domesticar y a criar animales (8.500 a.C.). Se creó un
proceso civilizatorio extremadamente complejo con revoluciones sucesivas: la
industrial, la nuclear, la cibernética, la de la nanotecnología, la de la información
hasta llegar a nuestro tiempo.
Primero, fueron cultivados vegetales y cereales salvajes,
probablemente por obra las mujeres, más observadoras de los ritmos de la
naturaleza. Todo parece haberse iniciado en Oriente Medio entre los ríos Tigris
y Éufrates y en el valle del Indo de la India. Ahí se cultivó el trigo, la
cebada, la lenteja, las habas y el guisante. En América Latina fue el maíz, el
aguacate, el tomate, la yuca y los fríjoles. En Oriente fue el arroz y el mijo.
En África, el maíz y el sorgo.
Después, hacia 8.500 a.C. se domesticaron especies animales,
comenzando por cabras, carneros, y luego el buey y el cerdo. Entre las
galináceas la primera fue la gallina. Todo fue por la invención de la rueda, la
azada, el arado y otros utensilios de metal hacia el año 4.000 a.C.
Estos pocos datos son hoy día avalados científicamente por
arqueólogos y etnobiólogos usando las más modernas tecnologías del carbono
radioactivo, el microscopio electrónico y el análisis químico de sedimentos, de
cenizas, de pólenes, de huesos y carbones de maderas. Los resultados permiten
reconstruir cómo era la ecología local y cómo se efectuaba su utilización
económica por parte de las poblaciones humanas.
Al plantar y recoger el trigo o el arroz se podían crear
reservas, organizar la alimentación de los grupos, hacer crecer la familia y
así la población. El ser humano tuvo que ganar la vida con el sudor de su
frente. Y lo hizo con furor. El avance de la agricultura y de cría de animales
hizo desaparecer lentamente la décima parte de toda la vegetación salvaje y de
todos los animales. Todavía no había preocupación por la gestión responsable
del medio ambiente. También sería difícil imaginarla, dada la riqueza de los
recursos naturales y la capacidad de regeneración de los ecosistemas.
De todas formas, el neolítico puso en marcha un proceso que nos
ha llegado hasta el día de hoy. La seguridad alimentaria y el gran
banquete que la revolución agrícola podría haber preparado para toda la
humanidad, en el cual todos serían igualmente comensales, todavía no puede ser
celebrado todavía. Más de mil millones de seres humanos están a los pies de la
mesa, esperando alguna migaja para poder matar el hambre.
La Cúpula Mundial de la Alimentación celebrada en Roma en 1996,
que se propuso erradicar el hambre para el 2015, dijo que «la seguridad
alimentaria existe cuando todos los seres humanos tienen, en todo momento,
acceso físico y económico a una alimentación suficiente, sana y nutritiva, que
les permite satisfacer sus necesidades energéticas y sus preferencias
alimentarias a fin de llevar una vida san y activa». Ese propósito fue asumido
por las Metas del Milenio de la ONU. Lamentablemente la propia FAO en 1998 y
ahora la ONU comunicaron que estos propósitos no serán alcanzados a menos que se
supere el foso demasiado grande de las desigualdades sociales.
Mientras no demos este salto no completaremos todavía nuestra
humanidad. Este es el gran desafío del siglo XXI, el de ser plenamente humanos.