A
LA ESCUCHA DE LA PALABRA
II domingo de cuaresma
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a
Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras
oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos eran de una blancura
fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y
Elías; los cuales aparecían en gloria y hablaban de su partida, que iba a
cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero
permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con
él. Y sucedió que al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno
es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se
formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron
de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo, mi
Elegido; escuchadle.» Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús sólo.
Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían
visto.
Avanzando un
poco más allá de lo gráfico, y hasta onírico, que nos pueda parecer hoy este
pasaje, en su fondo late un hecho
sorprendente que se esconde detrás de un cargado simbolismo. Es uno de los
escasos pasajes en los que una voz- se supone sea la del Padre- que irrumpe en
la narración y llama a Jesús, Hijo; es como una refrendo autorizado a lo que Jesús.
No cabe duda,
que la postura de Jesús ante Dios fue expresada en las comunidades primitivas
de diferentes maneras, pero de forma especial a través de títulos, y uno de
ellos es el que resuena en nuestro texto: «Este es mi Hijo, mi Elegido». Aunque se
trate, muy posiblemente, de identificaciones hechas por los seguidores de
Jesús, es indiscutible que todas ellas desvelan la forma con que Jesús se
dirigió a Dios, su Padre, y desde la cual orientó toda su misión. El hecho
sorprendente radica en la comprensión de los seguidores de Jesús que se
encuentran detrás de los textos; ellos han comprendido que Jesús no sólo era el
enviado, sino que era el «emisario
elegido», el Hijo de
Dios, del Dios de Israel. Al expresar este lenguaje una “visión unitaria” de
toda la vida de Jesús por parte de sus seguidores, no hace sino poner de
manifiesto que, tanto la predicación de Jesús, como la causa que defiende y con
la cual se identifica, tiene como centro a Dios; al Dios que actúa.
Leído en esta
clave el conocido pasaje de la «transfiguración»,
nos conduciría a insospechadas y consecuentes reflexiones. Desde el punto de
vista histórico no se puede decir si un hombre ligado a un tiempo y a una
historia tiene un significado universal, determinante para todos los hombres y
mujeres. Pero, para que la afirmación de la universalidad única de Jesús no sea
ideologizada, debe haber en nuestro horizonte hermenéutico humano, unos
indicios y signos que muevan a otros a interpretar la identidad de Jesús. Según esto, Jesús de
Nazaret tuvo que aparecer históricamente al menos como un interrogante
catalizador con respecto a la salvación definitiva del ser humano, como una «invitación». Los cristianos
interpretaron este interrogante y esta invitación de una forma muy concreta:
descubrieron en Jesús la promesa definitiva de la salvación y liberación por
parte de Dios, y esto les bastó para anunciarlo a otros y dar testimonio de
Jesucristo.
Esto mismo sucede hoy, pero, claro está, en una
situación nueva. Jesús, Hijo de Dios, continúa hablándonos de Dios en un tiempo
en que la mayor parte de los sectores parecen poder pasar sin Dios. No pocos
tienen dificultades con expresiones como «Dios es Padre», «Dios actúa»… Si en
nuestra historia se da una acción de Dios de forma decisiva, deberá realizarse
en acontecimientos históricos experimentables, interpretados y enunciados en
lenguaje de fe. Entonces, dentro de la continuidad de nuestra historia humana
normal, se habrá hecho visible una
arrolladora “inmanencia” de Dios que puede ser expresada y articulada como
“signo histórico” de Dios; de aquel Dios que en Jesús se ha manifestado como
salvación. Así, nos hallaremos ante una historia humana en la que ha encontrado
expresión la misma «historia de Dios».
La universalidad única de Jesús, reside en que él es
el «Gran Signo» de amor universal del Padre. La causa de Dios está
personificada en Jesús. La presencia de Dios en Jesús y la suprema concepción
humana de la realidad son correlativas.
muy interesante reflexión!! Me quedo con la frase que está al final: " la presencia de Dios en Jesus y la suprema concepción humana de la realidad son correlativas" !!!!! XD
ResponderEliminarJesús hoy,nos llama a cada un@ por nuestro nombre, reconoce nuestra historia, y quiere tener una relación interpersonal.Al abrirnos a esa experiencia,al escuchar,al superar esa nube del no entender,del miedo a quedarse desnudos, se produce la transformación que lo cambia todo...nuestra mente, nuestros ojos ,nuestro corazón "ven" de otra manera.
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