domingo, 24 de febrero de 2013


A LA ESCUCHA DE LA PALABRA
II domingo de cuaresma
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Y sucedió que al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle.» Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús sólo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

Avanzando un poco más allá de lo gráfico, y hasta onírico, que nos pueda parecer hoy este pasaje, en  su fondo late un hecho sorprendente que se esconde detrás de un cargado simbolismo. Es uno de los escasos pasajes en los que una voz- se supone sea la del Padre- que irrumpe en la narración y llama a Jesús, Hijo; es como una refrendo autorizado  a lo que Jesús.
No cabe duda, que la postura de Jesús ante Dios fue expresada en las comunidades primitivas de diferentes maneras, pero de forma especial a través de títulos, y uno de ellos es el que resuena en nuestro texto: «Este es mi Hijo, mi Elegido». Aunque se trate, muy posiblemente, de identificaciones hechas por los seguidores de Jesús, es indiscutible que todas ellas desvelan la forma con que Jesús se dirigió a Dios, su Padre, y desde la cual orientó toda su misión. El hecho sorprendente radica en la comprensión de los seguidores de Jesús que se encuentran detrás de los textos; ellos han comprendido que Jesús no sólo era el enviado, sino que era el «emisario elegido», el Hijo de Dios, del Dios de Israel. Al expresar este lenguaje una “visión unitaria” de toda la vida de Jesús por parte de sus seguidores, no hace sino poner de manifiesto que, tanto la predicación de Jesús, como la causa que defiende y con la cual se identifica, tiene como centro a Dios; al Dios que actúa.
Leído en esta clave el conocido pasaje de la «transfiguración», nos conduciría a insospechadas y consecuentes reflexiones. Desde el punto de vista histórico no se puede decir si un hombre ligado a un tiempo y a una historia tiene un significado universal, determinante para todos los hombres y mujeres. Pero, para que la afirmación de la universalidad única de Jesús no sea ideologizada, debe haber en nuestro horizonte hermenéutico humano, unos indicios y signos que muevan a otros a interpretar  la identidad de Jesús. Según esto, Jesús de Nazaret tuvo que aparecer históricamente al menos como un interrogante catalizador con respecto a la salvación definitiva del ser humano, como una «invitación». Los cristianos interpretaron este interrogante y esta invitación de una forma muy concreta: descubrieron en Jesús la promesa definitiva de la salvación y liberación por parte de Dios, y esto les bastó para anunciarlo a otros y dar testimonio de Jesucristo.
Esto mismo sucede hoy, pero, claro está, en una situación nueva. Jesús, Hijo de Dios, continúa hablándonos de Dios en un tiempo en que la mayor parte de los sectores parecen poder pasar sin Dios. No pocos tienen dificultades con expresiones como «Dios es Padre», «Dios actúa»… Si en nuestra historia se da una acción de Dios de forma decisiva, deberá realizarse en acontecimientos históricos experimentables, interpretados y enunciados en lenguaje de fe. Entonces, dentro de la continuidad de nuestra historia humana normal, se habrá hecho visible  una arrolladora “inmanencia” de Dios que puede ser expresada y articulada como “signo histórico” de Dios; de aquel Dios que en Jesús se ha manifestado como salvación. Así, nos hallaremos ante una historia humana en la que ha encontrado expresión la misma «historia de Dios».
La universalidad única de Jesús, reside en que él es el «Gran Signo» de amor universal del Padre. La causa de Dios está personificada en Jesús. La presencia de Dios en Jesús y la suprema concepción humana de la realidad son correlativas.

2 comentarios:

  1. muy interesante reflexión!! Me quedo con la frase que está al final: " la presencia de Dios en Jesus y la suprema concepción humana de la realidad son correlativas" !!!!! XD

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  2. Jesús hoy,nos llama a cada un@ por nuestro nombre, reconoce nuestra historia, y quiere tener una relación interpersonal.Al abrirnos a esa experiencia,al escuchar,al superar esa nube del no entender,del miedo a quedarse desnudos, se produce la transformación que lo cambia todo...nuestra mente, nuestros ojos ,nuestro corazón "ven" de otra manera.

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