NO PEDIR; RECONOCER
Podría
decirse que, en gran medida, la oración se ha identificado habitualmente con la
petición. Aunque las tradiciones religiosas hayan conocido otras formas
–alabanza o gratitud-, en el imaginario colectivo, orar aparecía como sinónimo
de pedir a Dios algún bien.
La
oración de petición cuajó fácilmente desde la consciencia –en ocasiones,
dramática- de la propia necesidad, y desde la proyección de la imagen de un
Dios que aparecía –tampoco es casualidad- como “Padre Todopoderoso”, en el que,
finalmente, iban a encontrar respuesta cumplida los sueños infantiles de
omnipotencia, que nos acompañan a los humanos desde la niñez.
Ese
parecido con nuestros sueños infantiles debería habernos hecho sospechar de
este tipo de oración, en el que inadvertidamente se podía fabricar un dios a
nuestra medida…, convencidos de que fuera el Dios verdadero.
El
resultado no podía ser otro que el que fue: la oración de petición se convertiría
en una eficaz “fábrica de ateos”. Y no solo porque, con mucha frecuencia, la
petición quedara sin respuesta y el orante no entendiera su frustración, sino
por la misma imagen de Dios que daba por supuesta.
En
efecto, esa forma de oración “colaba”, de un modo sutil, la idea de que Dios podría ser mejor de lo que es. ¿Por
qué no lo era? Solo cabían dos razones: o no estaba enterado de la situación o
tenía el corazón endurecido. Es decir, pareciera como si orante estuviera más
informado o fuera más sensible a las necesidades humanas. En definitiva, era
fácil terminar pensando que Dios no era mejor que nosotros.
Recuerdo
aún con cierta pena el comentario de un niño a quien su mamá, desde el día
mismo en que el gobierno norteamericano desató la guerra contra Irak, le dijo
que cada noche pedirían a Dios para que concediera la paz a la zona. Tras
algunas semanas, el niño me decía con tristeza: “Dios no debe ser muy bueno.
Hace días que le pedimos la paz… y no la quiere dar”.
Me
parece claro que la oración de petición encierra tres intuiciones válidas: 1)
la consciencia de la propia fragilidad, 2) la consciencia de que podemos
“alcanzar” a los otros desde nuestro corazón, 3) la certeza de que el Fondo de
lo real (Dios) es bondadoso.
Pero,
aun siendo ciertas, habría que encontrar un modo de “traducirlas” a nuestro
“idioma cultural” para evitar aquella deformación del rostro de Dios. Y eso no
se soluciona aludiendo a la literalidad del texto que leemos hoy (“Jesús nos
insta a pedir a Dios”), sino captando la sabiduría que ese texto contiene más
allá del literalismo.
Desde
una perspectiva no-dual, todo está en todo y, en su dimensión más profunda, todo está bien. Por eso Jesús habla
con verdad: “Quien pide recibe, quien
busca halla, y al que llama se le abre”. Eso ya es así. ¿Qué es lo que
recibimos o hallamos?, ¿qué se nos abre? La Plenitud de lo que somos. Por eso
también, la conclusión es tajante: “Cuánto
más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden”.
Es
muy significativo que, en el texto paralelo de Mateo (7,11), se diga: “Cuánto más vuestro Padre que está en los
cielos dará cosas buenas a los que se
las pidan”. La diferencia no es menor: la única “cosa buena” es el
Espíritu. Y eso es algo que ya tenemos –más exactamente, somos- todos. Pedir cualquier otra cosa no es eficaz, porque no
sirve sino para engordar el ego.
Ahora
bien, cuando deseamos de corazón el Espíritu y estamos dispuestos a
desapropiarnos del ego, caemos en la cuenta de que somos ya lo que nuestro corazón anhelaba. No hay ninguna distancia
entre lo que somos y lo que anhelamos, excepto la ignorancia que nos impide
verlo. Y desde esa identidad profunda, la “intercesión” funciona: somos una
gran Red, y todo repercute en todo. Por eso, la “oración” siempre llega a las
personas por quienes oramos.
Enrique Martínez Lozano
Enrique Martínez Lozano
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